«-¿Ha visto? -preguntó.

Asentí, sin hablar.

Eso fue todo.

-Ahora, entonces -dijo-, puede irse y contar lo que ha visto.»

                                           Ricardo Piglia, El último lector

Eso es todo. De eso va contar historias. De ver y hablar. Ver y oir y tocar y sentir, vivir en suma, y contar eso que se vive. Piglia, en el magnífico prólogo del que proviene la cita habla de una moneda griega hundida en el lecho de un río que representa lo que se ha perdido, de una ciudad diminuta que trata de hacer visible lo invisible, de mapas… Acaba diciendo «lo que podemos imaginar siempre existe, en otra escala, en otro tiempo, nítido y lejano, igual que en un sueño.»

Lo que imaginamos siempre existe, y lo que contamos. Lo que hablamos construye en cierta medida la realidad. Hay que hablar, sí. Hablar para que el mundo exista. Como el personaje de Jean-Claude Carriere que cuenta cara al océano. Definimos la realidad con las palabras. Si no hablamos de algo, ese algo no existe, nos dicen los medios de comunicación. Así que hay que hablar para que exista aquello de lo que se habla poco. Para que ocupe espacio. Sí, hay que hablar, me digo. Es mi oficio. Soy una mujer que habla. Pero ¿qué decir?