Dice Borges citando al barón de Hammer Purgstall que el primero que escuchó a hombres de la noche contar cuentos para distraer sus insomnios fue Alejandro de Macedonia. Dice también que los anónimos narradores de zocos, plazas y tabernas que fueron contando e inventando el libro infinito que es Las mil y una noches pertenecen al linaje de los confabulatores nocturni, los rapsodas de la noche. Me siento unida a ese linaje. En él siento que perduro. Ejerzo un oficio efímero que a veces produce relatos que perduran un tiempo en el tiempo. Pero nadie recuerda a quienes distrajeron el insomnio de Alejandro y sabemos muy poco de quienes contaron a los hermanos Grimm las historias que luego ellos escribieron. Nada sabemos de sus gestos, inflexiones de voz, miradas, que son también lenguaje del relato, signo que se descifra. Mi trabajo y yo estamos condenados al olvido, como todo lo que vive. Moriré. Y tal vez habrá un día que será el último día para una historia. Sé, sin embargo, que mientras haya miedos, dolores, insomnios, seguirá habiendo alguien que, una noche, cuente. Mi trabajo es tiempo y está hecho de tiempo. Tiempo que se mira al espejo y se reconoce efímero, incesante…