He trabajado los dos fines de semana de mayo en la calle. En Un barrio de cuento (Zaragoza) y el Festival ALAIRE (Leganés). Espacios abiertos, día, aire libre. El equipo de sonido, imprescindible. En Zaragoza, una tarima. En Leganés, mi espacio de papel kraft pegado al suelo. Formaba parte de la tarea de contar atrapar la atención del paseante, del transeúnte, del que simplemente pasaba por ahí y hacerle quedarse, detener su marcha para que, por un momento, me acompañara y entráramos juntos en otro tiempo y en otro espacio. Trabajar en la calle, quienes lo han hecho lo saben, tiene dificultades inherentes. Pero yo, que no lo he hecho muy a menudo, he sentido más profundamente que nunca algo esencial para el oficio: no se puede contar sin la colaboración del público. Lo que significa esta colaboración, la apertura al otro de parte tanto de quien habla como de quien escucha, ha sido una vivencia deliciosa. Sé que en las funciones que hice al aire libre en Zaragoza y Leganés pude contar porque hubo quien colaboró conmigo, quien me ayudó, quien sostuvo el relato con su colaboración.

En todas las ocasiones, yo me acerqué primero. Necesitaba presencia y atención de un público que, en muchos casos, no sabía que iba a serlo. Después vino la maravilla: sucedió, lo hicieron, se acercaron. Estuvieron allí y me escucharon, entraron en el relato. Entramos juntos en las historias y su tiempo. Claro que hubo quien se marchó, tal vez no le interesó lo que pasaba. Tal vez tenía, simplemente, otras cosas que hacer. Pero quienes se quedaron me acompañaron y dieron sentido a mi oficio. Los sentí diciéndome: sigue, continúa que estamos aquí escuchando. Yo solo tenía que estar. Y respondí lo mejor que pude, lo mejor que supe. Conté mis historias. Lo sepamos o no, cada función es producto de una colaboración, de un encuentro. Que el encuentro suceda es uno de esos prodigios cotidianos que me gusta saber que existen.