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Un castillo, un autobús azul que atraviesa el bosque, niñas y niños abandonados por sus padres, malos poderosos, caminos que fueron de irás y no volverás… con estos ingredientes se hacen los cuentos tradicionales …y sin embargo, sucedió. Hubo una vez. Por desgracia, hubo una vez y otra y otra.

En junio de 2015 Laila Ripoll y yo presentamos al Centro Dramático Nacional un proyecto. Desde que en noviembre de ese año se confirmó que se estrenaría a principios de la temporada siguiente (ésta en la que estamos) hasta el miércoles pasado, 26 de octubre de 2016, he estado sumergida en “Cáscaras vacías”. Que es como decir que he estado sumergida en el horror y la belleza. La historia que contamos transcurre en uno de esos períodos en los que los seres humanos parece que decidimos demostrar todo el mal del que somos capaces. El período de preparación y documentación del trabajo fue duro, fue el momento del horror. La belleza apareció después, cuando comenzaron los ensayos y el trabajo con nuestros intérpretes. Creo que todavía estoy demasiado cerca de todo esto de lo que hablo para poder contarlo y pensar y decir cosas que sean algo más que lugares comunes. Pero hay un pensamiento, una certeza, que se me ha impuesto en los ensayos y que sigue ahí, insistente: el arte no tiene que por qué servir para nada, pero si tiene que servir para algo está bien que sirva para hacerse cargo de la extraordinaria variedad del mundo. En medio de todo el dolor del que hablamos, surge como un prodigio esa belleza que solo la imperfección, la diferencia, la extraordinaria variedad del mundo puede producir.