A veces, un libro te lleva a otro. Eso me sucedió este verano que acaba. Un ensayo de Simic me llevó a un libro inclasificable de Roberto Calasso. Simic y Calasso poblaron mi imaginación en medio del calor. Y por ellos, he vuelto a enamorarme de la mitología griega. De niña me fascinaban los dioses y diosas del Olimpo. De adolescente imaginé que les conocía: Afrodita me enseñaba las artes del amor, con Ártemis y Apolo aprendía el arte del tiro con arco, Atenea me enseñaba a hilar pensamientos y relatos…
Calasso, en Las bodas de Cadmo y Harmonía habla de los dioses con familiaridad, como si los hubiera conocido. Cuenta sus historias, refiere diferentes versiones de un mismo mito, fascinado por todas ellas. Dice
«Los griegos se acostumbraron, como a un hecho normal, a oír las mismas historias contadas con tramas diferentes. Y no existía autoridad última a la que referirse para saber cuál era la versión justa. Homero era el último nombre evocable: pero Homero no había contado todas las historias.»
Pienso en la maravilla de aceptar que un mito sea la suma de todas las versiones que existen de él. Implica una manera de entender la verdad de la que me siento cerca. Nunca hay una sola y única historia acerca de nada. Este pensamiento me da libertad, me obliga a mirar con atención y a no conformarme, me invita a jugar con la diversidad y me estimula. Me dice «cuenta, cuenta…». Y claro, tengo que contar. Soy una hija de Homero.