Escribir es una manera de pensar. Me pongo frente a la hoja en blanco. Hay algo acerca de lo cual quiero reflexionar o algo que quiero contar. A veces, contar es poner en claro. También una manera de pensar. Si tengo alguien a quien hablar, el rostro de quien me escucha me ayuda. La hoja en blanco es un rostro hermético. Un espacio que ocupar, pleno de posibilidades. Tanto que abruma. ¿Por dónde empezar? A veces, encuentro el momento en el que sentarme a escribir en medio del acontecer cotidiano, de las tareas que me ocupan. A veces, no. A veces necesito una cierta distancia para escribir acerca de algo, pensar acerca de algo. A veces no hacerlo en el momento es perder la oportunidad de atrapar al vuelo lo irrepetible. A lo mejor es siempre así. ¿Cómo saberlo? Durante el pasado mes de mayo realicé tres tareas apasionantes:
Una, cerré el proceso de ensayo de “Ocaraocruz”, un espectáculo concebido con y para Eugenia Manzanera. Un lujo de esos que la vida pone a mi alcance y, por suerte, percibo como lo que es. Trabajar en la creación de algo junto a una artista como Eugenia es compartir cocina, asistir al funcionamiento de una imaginación poderosa, aprender. Cada vez que trabajo junto a alguien, que colaboramos, hay un proceso de aprendizaje en marcha. Del roce de las imaginaciones sale algo nuevo que yo no podría haber hecho sola. Dos palitos se frotan y sale fuego. Eugenia y yo somos, cada una, un palito y una mano que frota. El fuego, “Ocaraocruz”. Pre-estrenamos el 1 de junio: fue una fiesta.
Dos, asistí al trabajo de investigación “Aquí para estorbar”, conducido por Juanfra Rodríguez. Una experiencia apasionante junto a músicos de RTVE, la bailarina y actriz Raquel Sánchez, el actor, clown y acróbata Jose Antonio Ruiz, la intervención esporádica de la músico y performer Chefa Alonso, cinco personas con diversidad funcional intelectual dispuestas a jugar con la música: Manuel Sender, Mercedes Alonso, Daniel Pérez, Ángeles Cuadrado y Paloma Torres; y en labores de apoyo, contención y acompañamiento, Irene Vera. De mis notas anoto esto: Una persona con discapacidad intelectual y un músico profesional tocan juntos al piano. Hacen música. Una música emocionante que suena como lo hace, exactamente así, porque son Ángeles y Antonio quienes tocan, y no otras personas. Esa belleza, porque la había y era asombroso sentirlo, aparecía porque dos personas diferentes hacían algo juntas. Importaba que fueran Ángeles y Antonio. Importaba que Antonio escuchara a Ángeles. El instante único e irrepetible sucedía desde un lugar extraordinario: Antonio hacía que lo que tocaba Ángeles sonara bien, pero sin Ángeles no había nada, no había esa música extraña que me mostraba un lugar al que nunca había ido.
Y tres, regresé a “Debajo del sombrero”. Ese espacio de descubrimiento y escucha que me hizo de nuevo regalos. El primero, sentirme recordada, bienvenida. Hubo más. Por casualidad, porque estaba ahí, pude asistir a algunas clases de sumi-e de Natalia Molina, un lujo. Me entero de que zen se puede traducir, más o menos, como “a solas con el misterio de lo que somos”. Me doy cuenta de que las pautas para dibujar sumi-e me sirven también para la narración oral. No puedo ir muchos días, pero las cuatro o cinco veces que voy me encuentro lo inesperado. Como siempre, voy a estar, a dejar que suceda algo que no sé nunca qué es. Y mientras tanto, aprendo a dibujar.