Nunca he pasado tanto tiempo sin contar cuentos como este año 2020. Desde mediados de marzo hasta ahora no he podido realizar mi oficio, que es, además, mi manera de estar en el mundo. En este tiempo raro me he dedicado a varias cosas: dibujar, leer y escribir. También veo series y hago autodefinidos. Paseo bastante, me gusta mucho caminar.

Leo fundamentalmente novelas de aventuras. Desde niña han sido mi consuelo mayor cuando no puedo moverme. Si estaba enferma, leía una y otra vez «La isla del tesoro» y «La flecha negra» de R. L. Stevenson, «20.000 leguas de viaje submarino» de Julio Verne y «El libro de las tierras vírgenes» de Rudyard Kipling. A partir de los catorce años se añadió a la lista «El señor de los anillos» de Tolkien. Cuando crecí más, añadí a Joseph Conrad a la lista de autores que me hacen viajar sin moverme del sitio. Últimamente se han sumado Ursula K. Le Guin y Fred Vargas. A las dos las releí con enorme placer durante el confinamiento. Mi imaginación se mueve por donde mi cuerpo no puede y así no me come la tristeza.

Dice Fedro hablando con Sócrates que el discurso escrito es reflejo del hablado y el propio Sócrates llama a lo escrito «los jardines de las letras». Son estos jardines los que ahora me salvan, tanto los sembrados por otras personas, hermosísimos algunos, como los que siembro yo mientras espero. Esa es la aventura que me ocupa hasta que, un poco más adentro de este mes de septiembre, comience cerca del mar otra aventura nueva. Así voy, de una a otra, como si fuera un caballero andante, pero más quieta.