De los placeres de mi oficio. Me gusta hablar de ellos. Los hay evidentes, otros no lo son tanto. En Elche, invitada por el Festival Internacional de la Oralidad (permanente)-La Carátula, he tenido cuatro funciones. En dos de ellas he recibido inesperados regalos del público. En el Restaurante Tapería Malvasía, (donde se come muy bien, por cierto) al acabar Té de lágrimas una mujer del público dice en voz alta «Una taza, por favor». En El carro de Tespis, de Sax, cuento Como Mary Poppins, y cuando acabo la función, ya he bajado del escenario, alguien me llama. Es un hombre del público que ha abierto su paraguas, agita la mano para despedirse de mí y se va volando.
Dos desconocidos juegan conmigo, con las historias que les cuento. No siempre logro comunicarme con el público como me gusta. A veces sé por qué. Otras no. Pero cuando sucede tengo muy claro hasta qué punto cuando cuento no hago la función sola. Soy la que tiene, obviamente, la responsabilidad. La que lleva de la mano. La que tiene que hacer bien su trabajo. Pero hay algo más hecho de la generosidad de quien me escucha, de quien está ahí abierto, disponible, jugando. Cuando ese algo más se da, mi oficio es el mejor del mundo. Vivo de él,sí, pero además del dinero que me dan por ejercerlo, recibo regalos como estos.
Hay más regalos hechos de la hospitalidad de mi familia ilicitana, del cariño que recibo siempre de ellos y de amigos y amigas que me acompañan cuando voy por allá. Son también placeres que me da el oficio. Gracias a él conozco a gente maravillosa. A veces, lo cotidiano es un regalo y, porque está siempre ahí, se nos olvida agradecerlo. Pero, como diría Perec, lo que realmente ocurre, lo que vivimos, es exactamente eso. Lo que está siempre ahí. Placeres triviales, ordinarios, comunes, que son el material del que estamos hechos, el lugar donde la vida es más real. No quiero olvidarlo ni dejar de agradecerlo.