Mis primeras funciones de este 2014 han sido en Las Rozas. Un placer siempre. Bibliotecas que son casas amigas, donde conozco a bibliotecarias y bibliotecarios, conozco las ventajas e inconvenientes de cada espacio… Mi favorita de las tres que hay (Las Rozas, Las Matas y León Tolstoi), es la de Las Rozas. Cada vez cuento feliz de estar ahí. Este viernes pasado volvió a suceder. Me cambio de ropa, como siempre, en la salita llena de fotos de escritores. Desde la pared Colette me mira cambiarme evaluando con cierta ironía lo que me pongo. Yo decido que le gusta. Y salgo a contar. Como siempre, hay un poquito de ruido de fondo, niñas y niños muy pequeños que se mueven y hablan, se acomodan, padres y madres que les dicen cosas… Siento, a pesar de ese ruido, la atención del público sobre mí. Mantenerla es algo físico. Y poco a poco, la atención del público y yo vamos moviéndonos, jugando, aparecen los silencios intensos junto con los momentos de caos provocado por mí que, uf, puedo reconducir. Llego al último cuento. Quiero arriesgarme, siento que puedo hacerlo. Aviso que es una historia larga y comienzo «Molly Whuppie y el gigante de dos caras», en mi versión, Molly Alboroto. Y sucede la maravilla. Silencio absoluto. Veo bocas abiertas. Acabo con un subidón enorme. No puedo borrar la sonrisa de mi cara, qué le vamos a hacer. Estos son los momentos en los que siento que me dedico al oficio más generoso del mundo, que me da más de lo que yo doy. Estoy literalmente rebosante de alegría, algo borracha de placer. Hay vinos peleones, ásperos, suaves, delicados, redondos, complejos… Entre el público y yo elaboramos en cada ocasión el vino que bebemos. El de la función de Las Rozas parecía peleón, pero resultó ser complejo, lleno de matices, redondito. Un vino del que da gusto beber un poco de más.