Releo mi entrada «Autobiografía» en la que comento una lectura de Piglia al lado de otras, porque como decía Calasso (ya está, ha vuelto a suceder), las historias nunca vienen solas. La cita exacta es «Las historias jamás viven solitarias: son ramas de una familia, que hay que recorrer hacia atrás y hacia adelante.» En mi autobiografía pigliesca o pigliana (¿se podrá decir así?), o sea, la que constituyen las lecturas que hago, entró Dante hace muy poco. La lectura es acontecimiento, un acontecimiento íntimo pero acontecimiento, es decir, sucede, cuando realmente te toca. Acudimos al tacto para revelar la hondura de un encuentro. Algo te toca o no. A mí me tocó Dante. Y desde que lo leí hay versos que se pasean por mi imaginación casi en zapatillas de andar por casa, de tan presentes y cotidianos. Me parece cada vez más un prodigio esa bella e irreverente obra de autoficción medieval que reune la tradición grecolatina y la judeocristiana. Una podría, siguiendo los pasos de Dante por el infierno, el purgatorio y el paraíso, recorrer el inicio de la historia de la literatura occidental. Acompañas a Dante en su viaje imaginario y descubres que te atañe aunque no seas creyente, aunque haya pasado tanto tiempo, aunque no tengas el conocimiento necesario para entender todos los hilos que se trenzan en esa trama. Le debo a Borges la curiosidad y a la magnífica traducción de José María Micó el placer.
Los versos que más insistentemente se me cuelan en la memoria, que revolotean por ella en zapatillas de andar por casa son
«¡Ay!, humanos, nacidos para el vuelo,
¿por qué os hace caer tan poco viento?»
Dice José María Micó en su apasionada introducción a la obra, que los clásicos los son por excepcionales y extravagantes. En este tiempo raro que vivimos, tengo la maravillosa extravagancia de Dante al lado y, a ratos, la releo.