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Durante los martes de enero y estos dos primeros fines de semana de febrero, mis historias han tenido un cobijo, yo he tenido un lugar desde donde viajar en la nave, la más ligera, hecha de palabras -parafraseo a Cunqueiro, claro-. La experiencia de estos fines de semana ha sido más estimulante para mí que la de los martes por una cosa esencial: ha ido más público a verme. Más allá de vanidades (que las hay, claro) mi trabajo, este oficio de contar historias que me apasiona, sólo tiene sentido si tengo interlocutores, si hay personas que me miran y me escuchan, que quieren viajar conmigo en esa nave de palabras que mencioné antes.

Los rostros. Esos rostros que me miran y a los que miro, a los que hablo, son los que dan sentido a mi presencia sobre el escenario. Son los que me provocan emociones que trato de devolver. Son los que convierten en experiencia personal algunas funciones. En la distancia que hay entre sus cuerpos y el mío pasan cosas. Esa distancia se puebla. No sé decirlo de otro modo ahora.

Me quedan dos funciones aun, las de hoy y mañana. Ojalá no suspenda. Pero ya he vivido alguno de esos momentos únicos, irrepetibles, que me hacen sentir afortunada por hacer lo que hago, por vivir de este oficio antiguo, andariego, marginal: el oficio de contar.

Las fotos me las hizo en la sala Cristina Verbena.

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